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Por Maria Jose Nieto Hernández, referente Mozambique (Cooperación Internacional), Cáritas Española

 

Desde hace demasiados meses, se ha normalizado una imagen que debería distar de ser normal: cientos de personas errando en dirección sur, por caminos y carreteras de la provincia mozambiqueña de Cabo Delgado. Son familias que huyen de la violencia y el horror con el que grupos terroristas fustigan sus comunidades del norte de la provincia. Les han robado las pocas pertenencias que tenían, sus medios de vida, han quemado sus viviendas, les han arrebatado sus vidas y también a algún miembro de la familia, raptado o asesinado por esos grupos terroristas.

Muchos tratan de ponerse a salvo escondiéndose en la selva, viviendo de raíces y de lo que pueden encontrar hasta que reúnen el valor suficiente para salir del bosque y caminar en dirección opuesta a sus aldeas. Han invertido días en llegar a un lugar más seguro, poblaciones del sur de la provincia. Hay quienes se conforman con el primer cobijo que encuentran, llegan agotados por el hambre y paralizados por el miedo, buscan donde dormir sin temor a no despertar, lejos del olor a quemado, del sonido de los disparos, del silencio tenso que espera romperse en cualquier momento con el estruendo de las balas. Es la guerra y ellos la moneda de cambio.

Cáritas con los desplazados

Caritas Pemba, la Iglesia católica en Cabo Delgado, sale al auxilio de estos desplazados y ahora son tantos que tienen que dividir las escasas ayudas con las que cuentan: ¡el milagro de los panes y los peces!.

A pesar de estar rodeados de niños, éstos son “adultos de mirada” en cuerpos infantiles marcados por lo que han vivido y visto. Afortunadamente, en cuanto se recuperan en tiendas improvisadas levantadas a base de plásticos y ramas buscan el juego con el que salvan su tristeza.

Hay un sonido apenas perceptible y en diferentes escalas, el hambre: suena en los estómagos vacíos, suena en un lamento infantil apenas audible, y en los adultos que aguantan como pueden para repartir con los más pequeños lo poco que tienen. La idea de que, de haberse quedado atrás ahora podrían estar muertos o secuestrados, les hace más fuertes.

No hay cifras oficiales porque, hasta hace cuatro meses, para el Gobierno tan solo se producían ataques esporádicos de insurgentes, pero ahora se habla de terrorismo instalado en el norte que va haciéndose con más territorio. Las estimaciones sitúan en 250.000 desplazados internos (más del 20% de la población de la provincia).

Hace meses que las organizaciones internacionales que llegaron para brindar ayuda humanitaria tras el paso del ciclón Keneth, han redefinido sus misiones y ahora se coordinan para atender a esta población desplazada que se hacina en diferentes localizaciones: Metuge, Namuno, Ancuabe, Pemba… Cada día crecen los lugares a los que se desplazan y el número de los que se concentran; algunos con familiares o conocidos, otros en algún descampado, cerca de una Iglesia, un consultorio, un pozo; todos, espacios sin las mínimas condiciones higiénicas, y sin posibilidades de trabajar.

Una nueva amenaza: la Covid

En este escenario, la pandemia mundial nos ha traído a la vez el reto de acompañar sin la caricia que como seres humanos ejercemos con nuestros gestos; que nos impone unas distancias y unas medidas necesarias pero complicadas dado el contexto.

Estos días, nuestros equipos han vuelto al “campamento 2” en Metuge (ahora mismo hay 5 y cada uno alberga aproximadamente 800 personas), han repartido ayuda y bienes de primera necesidad; y se han sentado con ellos a escuchar sus preocupaciones. Nuestros compañeros y compañeras han llorado y reído y han dejado grandes dosis de esperanza. Se nos acaba el tiempo para asegurar un lugar donde vivir antes de que comience la temporada de lluvias. Al final del día se juntan todos en un solo rezo, musulmanes y cristianos, en gestos mutuos que invitan al consuelo y a la esperanza porque, aunque hablan diferentes lenguas, tiene la voluntad común de entenderse y apoyarse para vencer el miedo, el hambre y el cansancio.

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