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Carlos López Ahedo, cooperación internacional

 

“Yo no celebraría la primera persona vacunada, sino la última. La mujer que, allá por el 2023, se ponga la dosis en un país pobre”. Con estas palabras, Javier Sanpedro escribía recientemente haciendo alusión a las múltiples desigualdades existentes en el mundo entre los países ricos y los países empobrecidos a nivel de desarrollo tanto económico y social, como tecnológico y en el ámbito de los derechos humanos.

                La pandemia de la Covid-19 ha puesto al descubierto una nueva inequidad entre países. Según los datos contrastados y presentados por organizaciones como Amnistía Internacional y Oxfam, los países más ricos han comprado suficientes dosis, casi tres veces más de lo necesario, para tener vacunada a toda su población a finales de 2021. Estos países constituyen escasamente el 14 % de la población mundial, pero han adquirido el 53 % de todas las vacunas más prometedoras hasta ahora.

                A su vez, 67 países pobres solo podrán vacunar a una de cada diez personas en el próximo año, a no ser que los Gobiernos y la industria farmacéutica lo remedien. Una raya más al tigre de la inequidad que acrecienta la brecha entre los países del norte rico y los países del sur pobre. Dichas organizaciones manifiestan que nadie se puede quedar sin una vacuna que salva vidas a causa del país en el que vive o al dinero que tenga en sus manos. Millones de personas en todo el mundo pueden quedarse sin una vacuna segura y efectiva contra la Covid-19 en los años inmediatos.

                En ese sentido, afirman que las empresas farmacéuticas y las instituciones de investigación que trabajan en las vacunas, tienen la obligación de compartir los conocimientos tecnológicos y la propiedad intelectual de las mismas para poder obtener suficientes dosis. Es fundamental que la industria farmacéutica anteponga la vida de las personas a sus propios beneficios.

                También el Papa Francisco, en varias oportunidades, ha insistido en privilegiar a los pobres y a los vulnerables en el acceso a una vacuna, afirmando que la vacuna es patrimonio de toda la humanidad, es universal. Por eso, no vendría mal tener presente la reflexión que nos ofrece en su última encíclica de octubre pasado, Fratelli Tutti (Todos hermanos). En ella se asegura que “la fragilidad de los sistemas mundiales frente a las pandemias ha evidenciado que no todo se resuelve con la libertad de mercado y que, además de rehabilitar una sana política que no esté sometida al dictado de las finanzas, tenemos que volver a llevar la dignidad humana al centro y que sobre ese pilar se construyan las estructuras sociales alternativas que necesitamos” (nº.168).

                Desde Cáritas, al percibir cómo la inequidad afecta a países enteros, creemos que es necesario pensar una ética de las relaciones internacionales basada en la justicia, en la que se reconozcan y respeten, no sólo los derechos individuales, sino también los derechos sociales y de los pueblos. No es aceptable que los derechos de las personas dependan del país en el que nacen o de los privilegios de los que han nacido en lugares con más oportunidades.

                Es preciso que desarrollemos nuestra llamada a ser ciudadanos del propio país y del mundo entero, forjadores de un nuevo vínculo social que restaure el tejido de relaciones, un proyecto de humanización. Es un imperativo moral colocar a las personas en el centro, sobre todo a las últimas.

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