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Continuamos con la serie de Tribunas publicadas en Diario de Burgos en torno al Informe FOESSA.

 

Una pandemia más discreta

Desde los albores de la Ilustración, al menos en Occidente, el progreso se ha considerado una constante que, a pesar de sus altibajos, nos conduciría siempre hacia un futuro tan positivo como inevitable. Ni siquiera dos guerras mundiales sirvieron para convencernos de que la humanidad podía retroceder en algún momento. Sin embargo, la catástrofe económica de 2008 ha tenido, entre sus muchas consecuencias, una pérdida de esperanza que afecta sobre todo a los más jóvenes, de los que muchos no pueden evitar idea de que vivirán peor que sus padres. Con el auge del estado del bienestar, que llegó tardíamente a nuestro país, quedaron sellados cuatro grandes pactos que ahora parecen romperse: el pacto fiscal redistributivo, por el que las rentas más altas contribuían más al fondo común; el pacto laboral entre trabajadores y empresas, por medio de los convenios colectivos; el pacto intergeneracional, plasmado en el sistema de pensiones; y el pacto interterritorial, por el que todos los ciudadanos recibían prestaciones similares. A pesar de las voces que, hace ya más de una década, exigieron la reconstrucción de esas bases y la «reformulación del capitalismo», la realidad ha sido bien distinta. En la Unión Europea se ha impuesto una integración económica forzosa a la que no ha acompañado la necesaria cohesión social. Desde Estados Unidos se vuelve al bilateralismo y a la defensa de los intereses nacionales por encima del bien común y, en nuestro país, además del choque entre los nacionalismos periféricos y el centralista, la corrupción se ha mostrado como una epidemia muy difundida, de carácter institucional y que contribuye a que se pierda la confianza en las respuestas colectivas a los problemas comunes. A estos factores se añade la convicción de que las élites económicas tienen mayor influencia en la esfera política que el conjunto de ciudadanos.

Una consecuencia de esta situación es que se introduce en la sociedad la idea de que debemos competir, no cooperar, transmitiendo en el imaginario social la idea de que cada individuo debe resolver sus problemas por sí mismo. Esta meritocracia extrema legitima la desigualdad, y olvida que, según algunos estudios (Milanovic, B., 2012), la situación socioeconómica de la que disfrutamos depende de nuestro esfuerzo -de media- solo un 25%, y en un 75% de circunstancias que no controlamos (el género, la etnia, el lugar de nacimiento, la dotación genética y la salud, las políticas públicas, la ayuda de otros, la suerte…). Otra de las consecuencias de esta quiebra del contrato social es el predominio de la subjetividad, la búsqueda de medios que aumenten la gratificación emocional inmediata (pensemos en las redes sociales o en la extensión de prácticas de autoayuda y bienestar personal) y la falta de firmeza o consistencia en muchas convicciones éticas. La solidaridad se considera un valor positivo, pero a la hora de llevarla a la práctica nos acechan las dudas y la desconfianza: ¿Para qué voy a comprometerme, si casi nadie lo hace? ¿Por qué preocuparme por los demás, cuando apenas tengo para mí? ¿Qué debo pensar de los más necesitados, cuando hay medios de comunicación y partidos políticos que no hacen más que señalarlos, no como víctimas, sino como culpables? Nace así el llamado individualismo posesivo o, en palabras del Papa Francisco, la globalización de la indiferencia.

En el VIII Informe de la Fundación FOESSA y Cáritas se ha recurrido, con gran acierto, a la expresión acuñada por el sociólogo polaco Zygmunt Bauman, que resume esta época como la de la «Gran Desvinculación», a la que sigue la gran desconfianza. Diversas tendencias históricas parecen confirmar que en situaciones económicamente adversas, se alimentan las posiciones más extremistas, en las que se busca un chivo expiatorio sobre el que descargar la frustración, lo que explicaría la fuerza del populismo, el individualismo, el sexismo, la xenofobia o el odio al pobre. Este es el virus que, como sociedad, debería preocuparnos; si las infecciones obligan a veces a someterse a una cuarentena, en este caso el encierro en uno mismo es voluntario.

Atemorizados y débiles, nos apartamos de los demás para no comprometernos, desconfiamos de todo y de todos y, en lugar de buscar una solución común, tratamos de obtener una vacuna individual (el consumismo, el bienestar personal, la seguridad tras las fronteras, el hedonismo) que nos salve únicamente a nosotros. Hay antídotos, por supuesto, pero solo funcionan si se comparten.

 

Diego Pereda

Responsable de Formación

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